lunes, 26 de mayo de 2008

Hambre de Mar

El día helado invitaba a quedarse en casa, la semana entró lluviosa y en el aire aun se olisqueaba la humedad de invierno que te obliga a recluirte en lo calientito de tu hogar.

Mis días de invierno en Concepción fueron muy mojados. Me abrigaba mucho de pies a cabeza antes de salir a tomar el autobús que me llevaba temprano al barrio universitario.

Bastaban dos cuadras entre mi casa y la parada, para quedar estilando como pollo.

Concepción es la única ciudad del mundo donde llueve de abajo hacia arriba y no es chiste... juas. El agua se me colaba por entremedio de la parca y estilaba en mis zapatos; me daba fuerte en la cara y no había modo de hacerle el quite.

Los paraguas no servían de mucho y finalmente te secabas con el calor humano en la media hora de viaje entre San Pedro y Concepción.

Esos cruces por el puente viejo con el credo en la boca eran de lo mas cristiano que he visto, todo el mundo apostaba a que aunque el Bio-Bio estaba a ras del puente, no se enojaría tanto como para llevarse micro y cristianos, todos juntos hasta la mismísima desembocadura del Bio-Bio.

En San Martín con Janequeo, nuevamente debías empaparte caminando hasta las aulas de la ciudad universitaria. Una vez allí, te volvías a secar bajo el calor estudiantil que humeaba por entre las bancas universitarias de los salones de clase.

Y así, se te iba el día entre lluvia y lluvia. Tu cuerpo y resistencia al agua tenían su máxima prueba cada día de invierno en esa húmeda región.

Por la tarde y de regreso a casa, te esperaba una salamandra calientita junto a un buen té con sopaipillas y pebre cuchareado.

Tus zapatos hervían encima de la cocina a leña dejándolos retiesos y despegados sus suelas saturadas de agua. Poco durarían enroscados, ya que al guardarlos en el ropero, se volvían verdes de tanta humedad.

Por la noche, entre sabanas húmedas y frazadas de lana pesadas de frío, conciliar el sueño era toda una odisea, ni el mejor guatero y pijamas de lana lograban espantar el frío que calaba los huesos en las negras noches de invierno.

Afuera la lluvia intermitente, acostumbraba a tu oído al sonido monótono y sin cambio día y noche. De repente, a lo lejos, algún techo de zinc volaba por los aires, interrumpiendo la música adormilante de esa lluvia sureña.

Eso recordaba, mientras miraba hacia afuera desde mi ventana húmeda en la quinta región.

Para mis adentros pensé: Esta llovizna es un chiste frente a esos verdaderos diluvios de la octava región.

Convencida, me abrigue de pies a cabeza y salí como cuando era niña y quería disfrutar mojándome saltando de charco en charco mientras la lluvia me empapaba de agua.

Abajo en la playa, muy pocos cristianos, temprano en domingo, nadie en su sano juicio apuesta por un paseo matinal con llovizna por la orilla de la costanera.

Preparada para caminar la arena mojada, mi sorpresa fue mayúscula, cuando vi con estupor que no había playa, no había arena... la mar hambrienta, se había tragado toda la orilla playera.

Debí conformarme con caminar por la costanera, escuchando la bravura de las olas que amenazaban cada cierto tiempo con mojarme entera al menor descuido.

Las marejadas alertas, intentaban atraparme sin compasión si me descuidaba solo un segundo.

Me entretuve con la playa larga, luego de mi rutina habitual, subí a tomar un té caliente, sin sopaipillas esta vez y sin la cantidad impresionante de agua caída desde los cielos penquistas.

Cuanta hambre tenia la mar hoy día?, ansiosa de barrer con todo lo que en algún momento arrojaron a sus aguas, escupiendo con furia cartones, botellas y un montón de cachureos que voluntariamente han tirado mentes inescrupulosas.

Se trago toda la orilla, con rabia, con furia, con desesperación de no poder rugir mas fuerte pidiendo justicia para su ser.

Un mar tan bonito, tan único y placentero, con basura por todos lados.

Cuándo lograremos concienciar las mentes humanas para el cuidado de nuestra naturaleza que tanto bien nos aporta?

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